miércoles, 25 de mayo de 2011

Eva Hesse


En tan sólo cinco años, de 1965 a 1970, Eva Hesse (Hamburgo, 1936) produjo una obra de una sólida impronta personal que ha tenido una gran influencia en numerosos artistas occidentales de los años setenta y ochenta. A pesar de las importantes similitudes, referencias e interrelaciones que podemos encontrar entre su trabajo y el de otros escultores de finales de los años sesenta (como Richard Serra, Keith Sonnier, Bruce Nauman o Robert Morris), su obra es difícilmente reducible a las categorías conocidas como Process-Art o Antiform, ya que su discurso muestra una expresión original y un contundente carácter que la inscribe de pleno derecho en la tradición pragmática y anti-idealista del arte norteamericano.

Las esculturas de Eva Hesse (y Seven Poles es un buen ejemplo de ello) fueron concebidas al borde de cualquier ilusión de integridad, perfección o sentido de permanencia. Son obras que residen (al igual que su propia existencia cotidiana) en los umbrales de lo irresoluble, lo incierto y lo inestable. Son la consecuencia y el resultado de un mensaje íntimo, de unas experiencias construidas que no tienen un resultado definitivo; son la constatación de unas vivencias privadas difícilmente explicables. Eva Hesse tenía una gran confianza en el poder redentor del arte, almacenaba la esperanza de que su traumática historia personal (su huida de la Alemania nazi, el suicidio de su madre, su continua enfermedad o su poca autoestima personal) podía ser justificada a través de la perfección de un arte que poseía un carácter terapéutico o, al menos, catártico. El miedo, la ansiedad, la precariedad o la fragilidad son elementos constitutivos de su quehacer artístico, inmerso en un extenso y dificultoso combate interior frente a un angustioso sentimiento de caos.

Seven Poles, 1970, es la última pieza que realizó Eva Hesse, quince días antes de su fallecimiento a causa de un tumor cerebral a la edad de 34 años. Siete unidades en forma de L apoyadas sobre el suelo cuelgan del techo sostenidas por un fino alambre, “siete palos” colocados de forma azarosa consiguen con su irregular estructura que nos interroguemos acerca de la precariedad de la existencia y del vértigo del tiempo. Esta escultura, volcada hacia su interior como protegiendo u ocultando algo extremadamente precioso, se nos presenta como un organismo antropomórfico que late y vibra a la altura del espectador, sus figuras alargadas y redondeadas nos recuerdan el interior del cuerpo humano, la dramatización de los procesos físicos naturales y sus relaciones con lo informe. Al mismo tiempo, la composición vertical y las formas oblongas rememoran una cierta imaginería hospitalaria (sondas, tubos, vendajes) de enfermedad y dolor, que evoca y subraya por un lado el aspecto visceral de su trabajo y por otro la fragilidad de la realidad cotidiana.

La amplia variedad de materiales sintéticos duros y blandos (tales como cuerdas anudadas, alambres enmarañados, látex cretáceo, caucho rugoso o telas, plásticos y escayola) que Eva Hesse utilizaba de un modo compulsivo se muestran como una auténtica declaración acerca del deseo de incidir en su potencia expresiva. Con la manipulación de las diversas propiedades de la materia buscaba eliminar cualquier similitud con alguna idea de perfección o definitivo acabado de su trabajo artístico, al tiempo que pretendía señalar las características táctiles y/o sensuales del propio material. Producía formas que no había proyectado de antemano y creaba ordenaciones casuales e imprecisas en las que el azar era aceptado y la indeterminación o lo aleatorio desempeñaban un papel fundamental. Uno de sus intereses principales se cifraba en la delicadeza de las superficies y en las disposiciones irregulares o extrañamente defectuosas que pudieran adoptar los objetos. De este modo y mediante una sensualidad singular y realmente imprevista, conseguía poner en pie unas obras de un vigor suave y cautivador que alcanzaban a imponer su presencia de modo sólido.

Así, en Seven Poles Eva Hesse combina la fibra de vidrio reforzada, uno de sus materiales favoritos, y el polietileno con la pretensión de reintroducir una cualidad orgánica (conseguir crear una especie de piel transparente) en una estructura geométrica. En este sentido, los contornos viscosos, arrugados y ondulantes, el carácter rugoso de las superficies y la imprecisión de los bordes están realizados ex profeso con el propósito de subrayar la carnalidad y la extrañeza de la pieza. Paralelamente, la traslucidez de la fibra de vidrio le permite atrapar y jugar con la luz para así dotar de luminosidad a sus obras, lo cual le concede una cierta aura trascendente. Siete formas vulnerables, vacías o con caóticos interiores parecen inusualmente susceptibles de atraer la gravedad o sugerir la decadencia, son siete formas aparentemente rudimentarias que poseen una fuerte carga expresiva y que ejemplifican que para Eva Hesse el arte y la vida eran inseparables. Sus obras fueron el producto de una tenaz lucha con ciertas fuerzas irracionales que le permitieron pervertir sutilmente los diferentes órdenes cognitivo y semántico de la creación artística hasta conseguir abrir nuevos espacios físicos, mentales y psicológicos que iban a revelarse como fundamentales para los caminos posteriormente emprendidos por la escultura occidental contemporánea.



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